1 de mayo de 2016. Me siento frente al ordenador, ejecuto la aplicación que monitoriza los consumos energéticos de mi vivienda y consulto los datos del mes de abril: 122 kWh, lo que hará una factura de 35 € sin contar los costes fijos. El programa me aporta información adicional interesante: he consumido un 15% menos que en el mes de marzo, el 65% del consumo eléctrico estuvo concentrado en la cocina, la lavadora ha pasado de 16 kWh a 12 kWh (lavar más con agua fría se ha notado), y las placas solares me ayudaron a ahorrar un 5% de energía (entre otros muchos datos).
Con lo que he ahorrado este mes evito la emisión de 11,5 kg de CO2, el equivalente a recorrer 5 km con un vehículo medio. Obtengo una insignia dorada por mi reducido consumo de este mes (el que viene voy a por la de platino). Le doy a ‘Publicar en Facebook’.
Hoy en día nadie pone en duda el trepidante crecimiento que han experimentado las redes sociales en los últimos años y, más aún, la incursión de éstas en parcelas de nuestra vida cotidiana cada vez más numerosas y variadas. En este sentido, el siglo XXI es testigo de una profunda transformación de las reglas que rigen la comunicación y las relaciones entre individuos, que ahora se producen en espacios tanto físicos como digitales, y con alcances infinitamente mayores. Dicho de otro modo, las redes sociales facilitan infinitamente la tarea de encontrar, conectar, agrupar y movilizar a personas con campos de interés comunes, permitiendo, por ejemplo, que la denuncia de una persona ante una negligencia ambiental se amplifique lo suficiente como para ejercer una presión que obligue a una gran corporación a dar explicaciones.
Probablemente, el papel que las redes sociales están llamadas a desempeñar no sería tan determinante si no estuviéramos inmersos en un contexto de crisis que demandará una profunda revisión de los valores sociales y económicos que han regido los modelos de desarrollo y crecimiento hasta la fecha. Valores profundamente materialistas que han conducido a que muchas generaciones veneren lo superfluo en perjuicio de lo verdaderamente trascendente, a lo largo de un proceso que, no en vano, comienza a mostrar sus primeros signos de agotamiento y la necesidad de alternativas.
Síntoma de lo anterior (y consecuencia) es que en la comparación entre nuestro actual nivel de vida y el de la generación inmediatamente precedente, nosotros no salgamos ganando, pues nuestros padres disfrutaron de un Estado del Bienestar al que la sociedad difícilmente volverá a optar. No en vano, somos la generación más preparada que ha tenido el país, y contamos con las herramientas de comunicación más potentes para una enseñanza y educación sin precedentes, con las que fijar objetivos y metas comunes. Pero todo ello nos conduce a preguntas que de momento no pueden ser respondidas: ¿Qué ocurrirá con nosotros? ¿Qué nos depara el futuro?
31 de mayo de 2016. Los gobiernos del mundo aprueban leyes Open Data, lo que hace que la comunicación 2.0, en pleno auge, adquiera nuevas y revolucionarias dimensiones. Se generaliza la colaboración entre científicos e investigadores de todo el mundo a través de redes sociales y comunidades virtuales, forjándose un nuevo concepto de I+D+i sin confinamiento de datos ni trabas a la transmisión de la información, donde todo el conocimiento es compartido universalmente, fomentándose múltiples sinergias y la continua creación de valor. Por primera vez los términos ‘sostenibilidad’ y ‘colaborativo’ adquieren un significado real acompañando al término ‘desarrollo’.
El escenario antes descrito da vía libre al desarrollo de las Smart Cities (o Ciudades Inteligentes), que funciona gracias a la intervención ciudadana a través de las redes sociales. Transportes públicos que transmiten datos al usuario con exactitud e inmediatez, papeleras solares que compactan los residuos y avisan a la empresa de recogida cuando su capacidad se colma, mapas interactivos en los que podemos leer y editar datos relevantes (tráfico, meteorología, eventualidades varias), personas con problemas de salud que ante cualquier anomalía envían un aviso automático desde su Smartphone al hospital más cercano, conexión directa entre gobernantes y ciudadanos… Las posibilidades son infinitas.
Hablamos de una increíble ampliación de horizontes para la información y, en cierto modo, de una gran democratización de la educación, promocionando ámbitos de conocimiento que tradicionalmente podían no tener la suficiente cobertura por parte de los medios de comunicación convencionales. Sectores como el Medio Ambiente son grandes beneficiarios potenciales, pues ahora la información medioambiental encuentra espacios mucho más amplios para su difusión y valoración, a través de los cuales infundir la importancia de aspectos como el reciclaje, la biodiversidad, la preservación de los recursos naturales y, en definitiva, de toda una amplia gama de valores adaptados a las necesidades de nuestra época.
2012. Es el momento de empezar a construir nuestro propio Estado del Bienestar, pues disponemos del conocimiento y de las herramientas más potentes. Es el momento de que la actividad del hombre se desarrolle en armonía con el entorno, que los factores externos (ambientales) e internos (sociales) converjan en la misma línea, que las personas apuesten firmemente por una nueva etapa global y colaborativa.
¡Existe un futuro!
Este post ha sido escrito con Jorge Fernández (@vientoblanko)